Poner el cuerpo en la fotografía de teatro
Ocurrió hace muchos años, en un gran barco carguero atravesé la mayor tormenta del siglo en el Mar del Norte. Desde el puente de mando del Río Carcarañá, a quince metros sobre el mar, ví con mis ojos las olas gigantescas venir como enormes y redondeadas murallas grises que nos rebasaban en altura, y cuando ya parecían dispuestas a barrer con toda vida sobre la cubierta, el barco se elevaba con su masa colosal. En ese brevísimo instante quedaba todo suspendido para volver a caer en el valle de agua. Cada una de aquellas culminaciones era una vida entera, la ola, su pasado y presente aterrador y la resolución que decidiría si la nave se quebraba o no.
Esta profunda sensación de ascenso y suspensión quedó incorporada en mí y revive toda vez que, cámara en mano ante una obra de teatro, acecho el momento de culminación de un juego de energías que se entrelazan, se potencian, se anudan y luego volverán a disolverse en el hueco de la ola para recomponerse en la preparación de un nuevo clímax.
Es desde esta percepción visceral asociada a mi propia experiencia como actor que transité el camino de renegar por siempre de la pose en la fotografía y, en particular, en las tomas de obras de teatro.
Ubicarse ante la escena, prepararse para entrar en el juego de los actores como el barco acometiendo la ola, ir anticipando ese crescendo que, en cada ciclo, lleva al momento único en que todo parece detenerse y, al instante, recae para juntar fuerzas.
Desde esa posición expectante que se integra al movimiento del cuadro escénico, puede surgir la imagen plástica, aquella cuya composición atrae y permite que la inmóvil fotografía resultante contenga algo de la vida de la representación teatral.
Aún en los casos en que por razones prácticas fuera necesario fotografiar sólo fragmentos de una obra, el caso de fotos en estudio por ejemplo, mantengo el condicionamiento de no posar, jamás posar, que los actores reconstruyan un fragmento de la escena y lo jueguen, que en cada momento exista en ellos la vida, y que aún en la brevedad de aquel acto sus cuerpos se encuentren transitando un recorrido vital, que en sus miradas se perciba el brillo que da la acción y el estar presentes en el aquí y ahora de la representación.
Cuando una imagen es poderosa y es insoslayable repetirla para lograr la toma, pido a los actores que lleguen a ella, que, como la ola, se aproximen a ese punto con la consciencia del instante inevitable.
El fotógrafo de teatro participa de la escena no sólo con su cámara y su mirada, es su totalidad la que se compromete para tener la oportunidad de sentir el lugar y el momento justos, allí donde la ola parece detenerse un infinitesimal instante.