El presente trabajo tiene por objetivo abrir una instancia de reflexión ante el trabajo de retratar fotográficamente a seres humanos. Más allá de los requerimientos técnicos y de iluminación que conforman el escenario del retrato, la profundización en la esencia del arte de retratar está vinculada con un trabajo de introspección por parte del fotógrafo; en correspondencia con su deseo de traer al retratado con la mayor riqueza y sutileza, realiza una tarea en espejo al traerse a sí mismo y al observarse en el momento de accionar el obturador de su cámara.
Quizá lo más importante en el retrato fotográfico sea el estudio de la mirada del retratado. Fotografiar es mirar y es también la mirada del otro. La mirada a la cámara es una situación de particular relevancia cuando se comienza a indagar en el porqué, en el qué sucedió durante la toma. El fotógrafo que retrata a un personaje mirando a cámara está ocupando transitoriamente el lugar de todos los espectadores que se encontrarán luego frente a la imagen fotográfica. Podría decirse que es el representante de todos ellos. Y lo que se observa prioritariamente es que la mirada directa es un diálogo que no deja lugar para un tercero ni permite eludirse: yo hablo con el personaje, yo, fotógrafo cuando realizo la toma, yo, espectador cuando estoy frente a la fotografía. Y en este diálogo, mi mirada está unida indisolublemente a la del personaje. El no puede hacer de otro modo, quedó fija su mirada en el objetivo, y la mía queda atrapada en la línea de los ojos. Ante la fuerza de esta constatación se plantea que el diálogo que quedó establecido implica una complicidad y por lo tanto me obliga a admitir que yo sé de esa persona lo que los otros, los que no están incluidos en el diálogo, en la línea de las miradas, deben ignorar. La mayoría de las veces esa complicidad, ese secreto, no existen previamente, pero el acto fotográfico creó la necesidad de develarlo y, como espectador, me veré en el compromiso de seguir reflexionando. Nuevamente la metáfora del espejo adquiere vigencia cuando al ver los ojos del retratado, aquellos que le sirven para ver el mundo exterior, me siento impelido a aprehender lo que está del otro lado de esos ojos: su mundo interior.
Cuando el retratado no mira a la cámara se siente que deja un lugar para que el fotógrafo, y con él o después de él, los espectadores, abran un espacio de comentario acerca de aquel o de aquella que está posando. Ya no se dialoga con el personaje, se dialoga entre espectadores y el retratado adquiere la posibilidad de transmitir un mensaje de otro tipo, de construir un nuevo signo: aquello que mira o aquello que se supone que atrajo su mirada es ahora un elemento nuevo en la escena. Así como las líneas y las formas configuran signos plásticos que condicionan la lectura de la imagen, la dirección de la mirada es una línea de poderosa importancia en esta lectura. Surgen entonces las preguntas: ¿qué mira? o ¿dónde se perdió su mirada? A partir de allí la indagación sigue por nuevos rumbos que están vinculados con el encuadre ya que es éste el que va a resolver mostrando u omitiendo el objeto de la mirada. Siempre hay un porqué, siempre hay una lectura de la imagen que se ocupa de los motivos del fotógrafo además de los que se atribuyen al retratado, la mirada del sujeto creó una expectativa y la reacción del fotógrafo está vinculada con esa expectativa.
También se establecen diferencias y, por lo tanto, nuevos motivos de investigación cuando la mirada se dirige hacia un horizonte lejano, como es el caso de un perfil, o cuando se dirige hacia las espaldas del fotógrafo como en un perfil de tres cuartos.
La pregunta es siempre la misma: ¿qué nos dice la mirada, qué nos quiere relatar? Obviamente algo nos dice el hecho de que se dirija hacia el horizonte, hacia el piso o a nuestras espaldas (de fotógrafo o de espectador), pero para conocer con cierta veracidad aquel mensaje, hay que desbrozar y podar aquello que suponemos que tiene que ver con la pose. La pose “manda” una actitud frente a la cámara, el retratado quiere decir algo pero también quiere que se piense de determinada manera al ver su imagen. Es una tarea difícil la de separar lo que pertenece a la pose de lo que en forma natural podrían mostrar los ojos. Esta tarea exige dedicar tiempo a mirar la imagen y dejar que las distintas capas de la connotación vayan apareciendo unas tras otras, las más ocultas, probablemente las más interesantes, demandarán más tiempo y más paciencia, más silencio y más introspección.
Siempre en la línea del retrato en profundidad, existe otro elemento sumamente significativo en la lectura de la lenguaje corporal: se trata de las manos. Las manos de los retratados hablan casi tanto como sus ojos y representan para ellos casi una molestia, es un caso que se asemeja al de los actores a quienes las manos traicionan en cuanto suben a escena.
La habilidad y destreza que caracterizan la función de las manos las convierten en entes casi independientes, como si no pertenecieran al cuerpo o como si tomaran las decisiones por sí mismas, las manos dan cuenta de la actividad del retratado y, cuando el foco está puesto sobre una persona se observa que las manos adquieren un protagonismo insospechado. El mensaje que las manos transmiten no llega al fotógrafo al nivel de su conciencia, subyace en la composición de la imagen y tendrá un enorme peso en la lectura de la fotografía. Es por esto que, al igual que para la mirada, se retorna siempre a la misma conclusión: es necesaria una profunda indagación, un respetuoso silencio, por parte del fotógrafo, para cultivar estos tenues mensajes que son el verdadero discurso secreto del retratado.
En otro escenario que el del retrato del individuo en su profundidad, se encuentra el de los seres humanos en su actividad, en su trabajo, en su vida cotidiana. Adquiere aquí mayor importancia el vínculo con el mundo, se trata de personajes en acción, de personajes interactuando con su entorno.
Una observación particular realizada a lo largo de varios años de trabajo retratando actores y escultores está vinculada con la percepción de la existencia de una dimensión que agrega profundidad a su representación. Se trata de una dimensión que podría llamarse mitológica: los individuos trabajando, actuando, accionando, no se representan sólo a sí mismos sino que conllevan arquetipos que se encuentran fuera de este tiempo y de este lugar. Las primeras observaciones de este tipo me produjeron no poca sorpresa y suscitaron profundas reflexiones, ya que la identificación de una dimensión mitológica nunca aparecía claramente definida desde el principio, se trataba más bien de una sensación de “déjà vu”, de un conocimiento de hondas raíces o del recuerdo de algún motivo onírico. Sin embargo, la repetición de estas imágenes mitológicas me conduce a analizar con mayor profundidad los motivos por los cuáles, yo, fotógrafo, pueda sentirme atraído por tal o cuál situación con alguno de los personajes que fotografío, comencé a identificar las características que reunían algunas de estas situaciones y a descubrir en consecuencia que es posible asociar personajes de la mitología o de las leyendas a aquellos que, de carne y hueso, trabajan ante mi cámara. Un escultor que talla la piedra con unos golpes violentísimos de maza me sugiere que me encuentro frente a un herrero que modifica la materia más que ante un escultor que talla, y descubro que la impresión que suscita en mí se encuentra asociada con la idea de la fragua del infierno, del Hades. El individuo real se ha visto trasladado ante mis ojos y para mi cámara a una representación de un ser mitológico. Este tipo de traslados o, mejor dicho, de profundizaciones, se producen reiteradamente durante los trabajos de retrato de personas en su actividad, al observar las imágenes resultantes, registré cuidadosamente lo que provocaban en mí y arribé a la conclusión de que concentraba mi trabajo fotográfico en aquellos individuos que me transportaban más lejos en la dimensión mitológica. Y, principalmente, cuando se trata de actividades arraigadas en un pasado remoto, como el trabajo del actor o del escultor, la instantánea del presente es un testimonio de una evolución continua de siglos y siglos.
A diferencia del discurso verbal, la imagen se presenta enteramente y de una sola vez, el término de instantánea no se aplica tanto a la velocidad del obturador de la cámara como al mecanismo de captación de la mirada. El discurso verbal, al presentarse en una sucesión ordenada en el tiempo establece una nivelación en el orden de sus elementos constitutivos, las palabras o los sonidos, que tendrán todos la oportunidad de ser emitidos a su debido tiempo. En la imagen, en su presentación instantánea y en bloque, los elementos pugnan por destacarse o por pasar desapercibidos y, si bien la mirada los percibirá a todos, algunos llegarán más certeramente a la conciencia que otros, de aquí surge la necesidad de observar las imágenes en un estado de extrema receptividad, con el fin de rescatar todos los signos que constituyen la imagen y, que por discretos, no son menos enriquecedores de su significado.
Y así, vamos llegando a la conclusión: la reflexión y el análisis de las impresiones recibidas, la búsqueda de las mínimas sensaciones producidas por la imagen, pueden ser un punto de partida para la investigación y la profundización en la fotografía de seres humanos.
Referencias: El mito del eterno retorno – Mircea Eliade
Herreros y alquimistas – Mircea Eliade
Los arquetipos y el inconsciente colectivo – C. G. Jung
El acto fotográfico – Philippe Dubois