Entre todas las enseñanzas interesantes que puede recibir un fotógrafo una de las más trascendentes es la que obtiene de la observación de algunas pinturas de los grandes maestros.
Rembrandt, Caravaggio, Brueghel, entre otros, pueden constituirse en ilimitadas fuentes de sabiduría en la composición e iluminación de una imagen.
Podría pensarse, en primera instancia, en el abismo que separa el modo de realizar una pintura con la instantaneidad de la imagen fotográfica, en la posibilidad para el pintor de ensamblar imágenes provenientes de múltiples bocetos y de crear a voluntad una iluminación adecuada a sus propósitos, frente a la limitación del fotógrafo que, salvo por la utilización de recursos informáticos, se ve obligado a crear de una sola pieza, de una sola vez, su imagen, o de la composición de una imagen en forma escenificada, con todos los recursos bajo control.
¿De qué modo entonces puede transmitirnos un maestro de la pintura un conocimiento aplicable al acto fotográfico de una centésima de segundo?
Los argumentos que justifican el presente trabajo se sustentan en dos hipótesis: la primera es que el acto instantáneo del fotógrafo es la consecuencia o la resultante de su vida, de todos sus conocimientos, de aquellos que son inconscientes tanto como de los que afloran en su conciencia, y que el hecho de apreciar en detalle una obra maestra de la pintura le aporta un enriquecimiento en su capacidad de visión que será decisiva a la hora de encuadrar y hacer clic.
La segunda hipótesis es que si ciertas obras han atravesado los siglos y continúan fascinando a los espectadores es porque están compuestas de tal modo que nada falta y nada sobra para ejercer una atracción perenne: cada elemento está donde debe estar, y este es el peso de la composición.
Rembrandt: El descenso de la Cruz
Esta pintura es quizá uno de los ejemplos más perfectos del valor de una composición realizada casi íntegramente con el manejo de la luz.
En esta reproducción, monocroma, de la pintura, el intenso valor de iluminación sobre el cuerpo de Cristo conduce la mirada en forma inmediata hacia lo que es el centro de la obra, el ojo se ve siempre atraído por las zonas más claras de la imagen y se aleja de las zonas más oscuras.
Si se observa cuidadosamente el detalle del cuerpo de Cristo y de los hombres que lo sostienen, por el efecto de la disposición de los miembros y de la iluminación, lo que se percibe es la sensación de un movimiento hacia abajo, un movimiento en tirabuzón: un brazo que retiene se prolonga en un brazo del muerto, el torso es enlazado por otro brazo y luego otro hombre sostiene las piernas, y así la mirada y los cuerpos van hacia abajo, hacia la tierra dónde finalmente llegará el cuerpo.
Por la sombra del brazo de Cristo se puede deducir que la antorcha o lámpara de aceite se encuentra sostenida frente a un personaje que nos da la espalda y que aparece en contraluz con un halo brillante alrededor de su cabeza.
Y es esta misma lámpara que, desde abajo, “llama” al cuerpo hacia la tierra, la que ilumina brillantemente el rostro de María, desfalleciente y sostenida por otros hombres y mujeres. Esta parte de la escena es el “Stabat Mater”, lo que destaca trágicamente el inmenso dolor de la madre que se vierte sobre toda la obra.
Más abajo se encuentra un lienzo, también iluminado aunque menos que las figuras principales, sobre este sudario irá a reposar el cuerpo de Cristo y su orientación horizontal pone un límite visual al descenso desde la Cruz.
En la suposición de que nada es por azar en una obra de Rembrandt, cabe preguntarse el porqué de un tramo más brillantemente iluminada de la escalera, que se destaca inclusive de las figuras humanas que se encuentran en el suelo. Podría pensarse quizá que la escalera está así, que la iluminación le llega desde la antorcha, pero esto no es una fotografía, la luz no llega a la escalera si no hay una intención por parte del autor de significar algo. Y cuando se observa cómo está dispuesta esta luz aparece claramente que sirve para señalar, para ligar al cuerpo que desciende con el sudario al cuál va a llegar. Establece una conexión casi podría decirse temporal ya que la mirada ve en sucesión el cuerpo, los cuerpos, y luego el destino final.
En la parte inferior derecha del cuadro aparece realzada una planta, con sus contornos iluminados y puede suponerse, con el mismo criterio de que sólo figura lo estrictamente necesario, que esta planta marca fehacientemente la existencia de la tierra, el receptor final del cuerpo de Cristo, el destino que le espera.
Todo el cuadro tiene una iluminación realista, sería muy difícil encontrar una incongruencia entre las fuentes de luz, las sombras proyectadas y los niveles de iluminación, por algo Rembrandt era un gran maestro. En este esquema de iluminación, aparentemente con dos fuentes, no se ve en ningún momento el origen de la luz, ésta parece siempre provenir de los rostros, es como si ellos iluminaran la noche. Y esto posee también un sentido con diferentes connotaciones ya que se intuye que quién recibe la luz está en condiciones de transmitirla a su vez, de ser fuente de luz.
Caben varias reflexiones sobre esta manera de iluminar: por comenzar vemos que en ésta, como en muchas obras de Rembrandt, la luz es un estrecho canal, una angosta escena en medio de una densa oscuridad, y la luz aporta un mensaje: la luz al tocar la materia la hace aparecer, la luz se convierte en materia. Por otra parte, la oscuridad es lo que produce la sensación de la nada, del no ser, y por contraposición todo lo que está iluminado es lo que salió de la nada y volverá irremediablemente a la nada. Rembrandt transmite con la composición mediante la luz un mensaje de profundo contenido religioso.
Utiliza la luz como una indicación de los lugares donde centrar el interés, realza y destaca la tragedia en un rostro, establece un orden en el tiempo, una sucesión que relata en una sola imagen lo que va a acontecer, envuelve en tinieblas la escena no sólo para preservar su carácter dramático sino para acentuar la infinita diferencia entre lo que sucedía allí, en ese momento, y todo lo que está fuera de la escena. Los cuerpos, los brazos y las manos señalan y dirigen también las miradas, pero lo hacen siempre con el toque de la luz. Los rostros que se perciben vagamente en la oscuridad también cumplen su importante función ya que la mente reconstruye aquello que no está completo y por lo tanto trabaja, participa de la escena.
Parte de la riqueza que puede encontrarse en esta composición se halla en todos los sitios, muchas veces al alcance del fotógrafo, así, mientras el pintor crea su obra, el fotógrafo la encuentra, crea también en el instante de hacer clic el encuentro entre su propio ser y el mundo que observa.
Rembrandt, Caravaggio, Brueghel, entre otros, pueden constituirse en ilimitadas fuentes de sabiduría en la composición e iluminación de una imagen.
Podría pensarse, en primera instancia, en el abismo que separa el modo de realizar una pintura con la instantaneidad de la imagen fotográfica, en la posibilidad para el pintor de ensamblar imágenes provenientes de múltiples bocetos y de crear a voluntad una iluminación adecuada a sus propósitos, frente a la limitación del fotógrafo que, salvo por la utilización de recursos informáticos, se ve obligado a crear de una sola pieza, de una sola vez, su imagen, o de la composición de una imagen en forma escenificada, con todos los recursos bajo control.
¿De qué modo entonces puede transmitirnos un maestro de la pintura un conocimiento aplicable al acto fotográfico de una centésima de segundo?
Los argumentos que justifican el presente trabajo se sustentan en dos hipótesis: la primera es que el acto instantáneo del fotógrafo es la consecuencia o la resultante de su vida, de todos sus conocimientos, de aquellos que son inconscientes tanto como de los que afloran en su conciencia, y que el hecho de apreciar en detalle una obra maestra de la pintura le aporta un enriquecimiento en su capacidad de visión que será decisiva a la hora de encuadrar y hacer clic.
La segunda hipótesis es que si ciertas obras han atravesado los siglos y continúan fascinando a los espectadores es porque están compuestas de tal modo que nada falta y nada sobra para ejercer una atracción perenne: cada elemento está donde debe estar, y este es el peso de la composición.
Rembrandt: El descenso de la Cruz
Esta pintura es quizá uno de los ejemplos más perfectos del valor de una composición realizada casi íntegramente con el manejo de la luz.
En esta reproducción, monocroma, de la pintura, el intenso valor de iluminación sobre el cuerpo de Cristo conduce la mirada en forma inmediata hacia lo que es el centro de la obra, el ojo se ve siempre atraído por las zonas más claras de la imagen y se aleja de las zonas más oscuras.
Si se observa cuidadosamente el detalle del cuerpo de Cristo y de los hombres que lo sostienen, por el efecto de la disposición de los miembros y de la iluminación, lo que se percibe es la sensación de un movimiento hacia abajo, un movimiento en tirabuzón: un brazo que retiene se prolonga en un brazo del muerto, el torso es enlazado por otro brazo y luego otro hombre sostiene las piernas, y así la mirada y los cuerpos van hacia abajo, hacia la tierra dónde finalmente llegará el cuerpo.
Por la sombra del brazo de Cristo se puede deducir que la antorcha o lámpara de aceite se encuentra sostenida frente a un personaje que nos da la espalda y que aparece en contraluz con un halo brillante alrededor de su cabeza.
Y es esta misma lámpara que, desde abajo, “llama” al cuerpo hacia la tierra, la que ilumina brillantemente el rostro de María, desfalleciente y sostenida por otros hombres y mujeres. Esta parte de la escena es el “Stabat Mater”, lo que destaca trágicamente el inmenso dolor de la madre que se vierte sobre toda la obra.
Más abajo se encuentra un lienzo, también iluminado aunque menos que las figuras principales, sobre este sudario irá a reposar el cuerpo de Cristo y su orientación horizontal pone un límite visual al descenso desde la Cruz.
En la suposición de que nada es por azar en una obra de Rembrandt, cabe preguntarse el porqué de un tramo más brillantemente iluminada de la escalera, que se destaca inclusive de las figuras humanas que se encuentran en el suelo. Podría pensarse quizá que la escalera está así, que la iluminación le llega desde la antorcha, pero esto no es una fotografía, la luz no llega a la escalera si no hay una intención por parte del autor de significar algo. Y cuando se observa cómo está dispuesta esta luz aparece claramente que sirve para señalar, para ligar al cuerpo que desciende con el sudario al cuál va a llegar. Establece una conexión casi podría decirse temporal ya que la mirada ve en sucesión el cuerpo, los cuerpos, y luego el destino final.
En la parte inferior derecha del cuadro aparece realzada una planta, con sus contornos iluminados y puede suponerse, con el mismo criterio de que sólo figura lo estrictamente necesario, que esta planta marca fehacientemente la existencia de la tierra, el receptor final del cuerpo de Cristo, el destino que le espera.
Todo el cuadro tiene una iluminación realista, sería muy difícil encontrar una incongruencia entre las fuentes de luz, las sombras proyectadas y los niveles de iluminación, por algo Rembrandt era un gran maestro. En este esquema de iluminación, aparentemente con dos fuentes, no se ve en ningún momento el origen de la luz, ésta parece siempre provenir de los rostros, es como si ellos iluminaran la noche. Y esto posee también un sentido con diferentes connotaciones ya que se intuye que quién recibe la luz está en condiciones de transmitirla a su vez, de ser fuente de luz.
Caben varias reflexiones sobre esta manera de iluminar: por comenzar vemos que en ésta, como en muchas obras de Rembrandt, la luz es un estrecho canal, una angosta escena en medio de una densa oscuridad, y la luz aporta un mensaje: la luz al tocar la materia la hace aparecer, la luz se convierte en materia. Por otra parte, la oscuridad es lo que produce la sensación de la nada, del no ser, y por contraposición todo lo que está iluminado es lo que salió de la nada y volverá irremediablemente a la nada. Rembrandt transmite con la composición mediante la luz un mensaje de profundo contenido religioso.
Utiliza la luz como una indicación de los lugares donde centrar el interés, realza y destaca la tragedia en un rostro, establece un orden en el tiempo, una sucesión que relata en una sola imagen lo que va a acontecer, envuelve en tinieblas la escena no sólo para preservar su carácter dramático sino para acentuar la infinita diferencia entre lo que sucedía allí, en ese momento, y todo lo que está fuera de la escena. Los cuerpos, los brazos y las manos señalan y dirigen también las miradas, pero lo hacen siempre con el toque de la luz. Los rostros que se perciben vagamente en la oscuridad también cumplen su importante función ya que la mente reconstruye aquello que no está completo y por lo tanto trabaja, participa de la escena.
Parte de la riqueza que puede encontrarse en esta composición se halla en todos los sitios, muchas veces al alcance del fotógrafo, así, mientras el pintor crea su obra, el fotógrafo la encuentra, crea también en el instante de hacer clic el encuentro entre su propio ser y el mundo que observa.